EL CRISTO DEL SILENCIO

Platón decía en el décimo libro de las leyes que existía la divina providencia. También nos lo recuerda San Agustín (el que pasó de llevar una vida “moralmente distraída”, a ser un santo y un filósofo de esos muy inteligentes que hay en la Iglesia) en el libro octavo de su obra más famosa “La ciudad de Dios”. Para referirnos a la divina providencia, nosotros, los cristianos modernos, utilizamos refranes de antaño: “Dios escribe derecho con renglones torcidos” “A quien madruga Dios le ayuda” “Ayúdate y Dios te ayudará”... La providencia es la ayuda que Dios nos da cuando estamos necesitados. Sabemos que Dios no actúa con una varita mágica para concedernos codicias. Ya no somos niños. Lo hace a través de nuestras circunstancias, a través de nuestros conocidos, a través de nuestros amigos, a través de las situaciones que la vida nos va presentando. Sólo necesitamos tener una mirada capaz de sentir su mano tierna y generosa para descubrirlo. Pero en este mundo tan materialista, nos cuesta mucho ver más allá de lo que tenemos delante de nuestras narices. Aquellos que no ven lo llaman casualidad.

En muchos momentos nos gustaría ser Dios. Hacer y deshacer a nuestro antojo, pensando que seguro que lo hacemos todo mejor que él. El mundo que nos rodea es muy injusto en ocasiones, y solemos culpar a Dios por ello. Cuando algo nos sale mal, lo culpamos, y cuando nos sale bien, ni nos acordamos de Él. Solemos ser así de agradecidos. Pero Dios actúa con providencia con nosotros. Esta pequeña historia siempre me ha llamado la atención porque nos da una pincelada sobre la visión de Dios sobre las cosas, mucho más amplia que la nuestra, limitada por nuestro cuerpo y nuestros sentidos, pero que siempre podemos ser capaces de ver más allá, de descubrir como Dios se desvive por ti y por mí.

Había una Ermita en la que un Cristo era muy famoso y mucha gente iba a rezarle. Era la Ermita del Cristo del silencio. Un día también se acercó el ermitaño y muy piadoso se puso a rezar. En sus rezos le decía a Jesús: “Señor, quiero padecer por ti. Ojalá pudiera ocupar tu puesto en la cruz”. Se quedó mirando a la cruz, como esperando una respuesta cuando de repente, el Cristo comenzó a mover los labios, se dirigió a él y le dijo: “¿De verdad quieres ocupar mi puesto?” El ermitaño piadoso se sintió desconcertado al ver que el Cristo le estaba hablando, pero a pesar de su estado de confusión le contestó: “Si, quiero cambiarme por ti”. El Cristo le dijo: “Muy bien, ocuparas mi puesto durante el día de hoy, pero recuerda, pase lo que pase, veas lo que veas y oigas lo que oigas no debes hacer nada, debes guardar silencio. Esta es mi única condición”. El hombre se sintió muy afortunado y aceptó prometiendo cumplir su ordenanza. Se subió a la cruz y se mantuvo quieto y en silencio, mientras el Cristo se sentó en un banco pasando inadvertido a todos. Comenzó a llegar gente a la Ermita, pero nadie notó que el Cristo era diferente.

Apareció un ricachón con una gran bolsa de dinero y se puso a rezar. Al terminar sus oraciones, se dejó olvidada la bolsa en el banco en el que estaba sentado y se marchó.

Se presentó un pobre en la Ermita y se sentó en el banco en el que el ricachón se había dejado olvidada la bolsa. El pobre comenzó sus rezos, y al terminar cogió la bolsa de dinero olvidada y se la llevó.

Llegó también un joven que se sentó y comenzó a rezar para pedir su protección antes de emprender un viaje. En ese momento entró el ricachón que se había olvidado la bolsa y lo acusó de habérsela robado. El joven lo negaba una y otra vez, pero el ricachón llamó a la policía para denunciarlo. La policía se presentó en la Ermita y cuando iba a arrestar al joven, escucharon una voz que venía del Cristo crucificado que decía: “Detente. Él no ha sido, es inocente. Él no se ha llevado la bolsa con el dinero. Ha sido un hombre pobre”. El ermitaño piadoso que se hacía pasar por Cristo descendió de la cruz y les explicó todo lo sucedido ante los turulatos presentes. El rico se marchó anonadado de la ermita. El joven quedó libre y se marchó a prisa para emprender su viaje, y el ermitaño piadoso volvió a subirse a la cruz.

Cuando, por fin, se quedó vacía la ermita, el Cristo se dirigió al ermitaño piadoso diciéndole: “Baja de la cruz, no sirves para ocupar mi puesto. No sabes guardar silencio”. El hombre le dijo: “¿Por qué? ¿Acaso tenía que haber guardado silencio cuando he presenciado una acusación injusta a un joven inocente? Creo que he evitado una injusticia. He actuado bien”. El Cristo le dijo: “¿Es que no comprendes? Convenía que el rico perdiera la bolsa de dinero, pues con ella iba a pagar la virginidad de una niña. El pobre que se ha llevado la bolsa tenía necesidad del dinero e hizo muy bien en llevárselo, porque no tiene nada para comer, y esa bolsa le servirá para alimentar a su familia durante unas semanas. Por último, el joven muchacho debía de ser retenido en la ermita un tiempo, porque el barco en el que subió a bordo se está hundiendo ahora mismo en alta mar”.

La última cima


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