Érase una vez un tal Baruch, que estaba orando. Había oído al comienzo del día una historia sobre Avromole, que nunca comía ni dormía siquiera un poco, viviendo febril y apasionadamente sin perder el tiempo en vivir como cualquier otra persona. Se preguntaba Baruch si tal cosa era verdad, por qué había elegido vivir de esa manera, qué le condujo a hacerlo. Esto le inquietaba tanto en su oración que decidió ir a visitarle y comprobar por sí mismo lo que le habían contado.
Partió, y encontró a Avromole enseñando a sus discípulos. Enseguida le preguntó: - ¿Es verdad que no comes ni duermes?
La respuesta fue simpe y directa: - Sí
Baruch preguntó de nuevo: - ¿por qué?
Avromole le miró y le dijo: - Te contaré una historia.
Hace mucho tiempo, cuando apenas tenía 9 años, mi padre se levantó muy temprano y me mandó a por los caballos, porque salíamos de viaje. Sabía que se trataba de algo importante. Mi padre quería que fuese con él. Embridé los caballos y saqué el carro tan rápido como pude. Mi padre se subió y se sentó a mi lado, agarró las riendas y arrancamos por el camino principal. Íbamos en silencio a toda velocidad. Las millas y los minutos pasaban volando. Tomó después un pequeño camino secundario lleno de surcos y cubierto de árboles. Al llegar a un claro nos detuvimos bruscamente. Saltó al suelo, me pasó las riendas y me miró: -Quédate aquí y espérame.
Esperé y esperé, pero no volvía. No tenía ni idea de dónde estábamos ni adónde había ido él. Comenzó a preocuparme que no regresara y me hubiera dejado allí solos. De pronto apareció caminando entre los árboles con otro hombre. Era un hombre que ardía, resplandecía, era radiante desde lo más profundo de sí mismo, y este fuego le salía por los ojos. Era hermoso. Yo no conseguía escuchar lo que estaban hablando. Se fueron acercando hasta mí. El joven miró fijamente la cara de mi padre y dijo:
- ¿Estás seguro? ¿Es esto lo que tienes que decirme? ¿Estás completamente seguro?
Mi padre lo miró atentamente y dijo con rotundidad: - Sí estoy seguro. Esto es lo que tenía que decirte. Debes escucharme.
Entonces ambos lloraron, y se abrazaron largamente, como si no fuesen a verse nunca más. Finalmente se separaron, mi padre subió al carro y marchamos. Yo miré hacia atrás: el joven estaba llorando, y seguí mirando hasta que los árboles me lo ocultaron.
Corríamos hacia casa. Yo deseaba que parara para preguntarle quién era aquel hombre y de qué habían hablado. Pero no me atreví a hacerlo hasta que tuvimos nuestra casa a la vista. Le agarré del brazo y le pregunté: - Papá, ¿quién era ese hombre?
Detuvo los caballos, se volvió hacia mí, mirándome muy intensamente: - Hijo, era el Mesías, el hijo de David.
- Pero, padre, ¿qué quería de nosotros?
Había lágrimas en los ojos de mi padre: - Le dije que no viniese ahora, porque nadie lo esperaba. Nadie estaría preparado. Tuve que decirle eso, que nadie estaba de veras esperándolo.
Así pues, Baruch, como ves, con este recuerdo vivo todos los días. Si tú hubieses visto la cara del Mesías y supieses que no iba a venir porque no había nadie esperándolo, ¿comerías, dormirías o vivirías como cualquier otro? ¿Lo harías? ¿Te arriesgarías a hacerlo y dormirías o comerías de nuevo?

Fe. Esperanza. Deseo. Querer que Dios venga. ¿Esperamos nosotros de verdad a Dios?
La desoladora obra de Samuel Beckett «Esperando a Godot» plantea este problema en términos contemporáneos. Godot es un diminutivo cariñoso de Dios. Didi y Gogo son dos figuras realmente tristes, que esperan debajo del mismo árbol, todas las tardes, que Godot venga y dé algún significado a sus vidas vacías. Ellos esperan, pero su existencia no tiene significado, ni esperanza real, ni expectativas. No hacen nada mientras tanto. Matan el tiempo, antes de que el tiempo se acabe y los mate a ellos. Didi observa en cierto momento que «la costumbre es un gran insensibilizador». Esto no es esperar o estar preparado; en algún sentido es una existencia sin fe, sin esperanza, sin vida de verdad, sin gracia, vacía. Éste es el penoso extremo opuesto a la atención y viveza del Adviento.